[72] Intervención en el almuerzo que ofrece con motivo de su L Aniversario.
Jardín “Hacienda San Gabriel”, Jiquilpan, Michoacán, México, sábado 23 de julio de 2011.
Queridos amigos;
Distinguida concurrencia:
Reza el dicho común que no hay plazo que no se cumpla, ni tiempo que no se llegue. Y es así que hoy, 23 de julio de 2011, llegó para mí lo que para muchos, porque me consta, se convierte en un tormento: cumplir cinco décadas de vida, llegar a los cincuenta, que es para muchos, insisto, algo nada fácil.
Me queda perfectamente claro que en la vida se nos evalúa no por la cantidad de cosas que seamos capaces de hacer, sino por la carga de amor que ponemos a todo cuanto hacemos; es bueno, por sobre todas las cosas abrirnos entonces con el corazón humilde para ver y descubrir el sentido de nuestra existencia y me refiero a ese destino que hemos escrito con la tinta del sufrimiento, del dolor y del gozo en cada una de las páginas de es libro que fue puesto en nuestros destinos desde el momento mismo de nuestra concepción, justo ahí en el vientre de nuestras madres; en él quedan inscritos nuestros miedos, nuestros triunfos y fracasos, nuestros dolores y sufrimientos, aquéllos gozos y tristezas, estos desafíos y grandes retos, los desamores y soledades, las traiciones, los egoísmos pero también, a pesar de ello, el único reducto eficaz para aprender a ver el mundo con calma y ojos serenos. Así vamos en todas y cada una de las cronologías de nuestra existencia.
No existe entonces mayor justificación en la vida. No tampoco para nuestras existencias.
La vida es un acto de amor divino y en cada una de ellas, el espíritu da un paso en el camino del progreso; ningún ser queda marginado en este proceso evolutivo aunque a veces nuestra visión limitada y finita de las cosas, no siempre pueda comprenderlo. El verdadero sentido de la vida, lo encontraremos si admitimos todo el proceso de progreso que abarca gran número de existencias todas libres, todas soberanas que nos imponen a veces el dolor de no aceptar las partidas, de ver que quienes amamos tengan que realizar “sus propios pasos y sus caminos."
Así pasan los años, los lustros, las décadas, así vemos el tiempo hasta el fin de nuestras existencias; así cerramos la última página de ese libro en el que se vio reflejada nuestra vida y de hecho fue siempre eso: un libro que todos debemos siempre abrir tranquilos en cualquier página y darle vuelta a la hoja cuando ello sea necesario.
La vida no puede entenderse sin la fuerza. Serían suficientes la fe, la esperanza y la caridad, pero cuando falla cualquiera de las tres virtudes teologales no es tan fácil hablar de fortaleza; indudablemente que ella nos brinda la extraordinaria oportunidad de ser testigos y actores de nuestra propia historia.
Y la mía, me refiero a mi historia, ha sido una colmada de enseñanzas que me han mostrado en su transcurso la imperiosa necesidad de incidir determinantemente en su devenir; mis enseñanzas tienen motivaciones, tienen artífices, tienen protagonistas, tienen justificaciones, tienen su génesis.
Y es así que crezco y me formo en un mundo que me obliga a atemperar mis conceptos y mis convicciones, que me obliga a ser consecuente con lo que digo y lo que hago, con lo que pienso y lo que creo, con lo que busco y lo que encuentro. Ahí está entonces mi mundo interno, mi propia esencia, influenciada por el tiempo y el espacio que me ha correspondido vivir y en el que me ha tocado actuar también.
Y es éste un mundo que, lo asumo cabalmente, atraviesa por una crisis de alcances verdaderamente impredecibles y que nos exige, ya y desde cualquier trinchera, una rigurosa interpretación de sus reales connotaciones porque es una crisis que ha hecho del mundo actual un camino sembrado de inconformidad y divergencias donde, en efecto, entre lo dicho y lo hecho existen vacíos abismales.
Es una crisis que, jamás me cansaré de repetirlo, descubre gobiernos ciegos e ignorantes que ponen debajo del dosel la soberbia y entre prisiones la humildad; que lisonjean y aplauden el vicio, desprecian y denigran la virtud; que a la culpa la colocan en el trono, y a la inocencia apremian en la cadena; a la ignorancia autorizan y a la sabiduría desacreditan.
Una crisis que replantea desde Maidanek y Treblinka los horrores de la muerte en aras de la locura demoníaca de poder; que presupone, desde Hiroshima, la posibilidad y la probabilidad de la destrucción de la vida; que plantea, desde Nagasaki, el sometimiento de la ciencia a la destrucción; que corrobora desde Bosnia-Herzegovina el desaliento humano; que demuestra, desde Zaire y Somalia, el imperio de la carencia de valores; que nos reitera desde Nueva York y Madrid, el grado de desquiciamiento humano; que nos recalca desde Afganistán e Irak la urgencia de transformar al mundo. Que nos reitera, desde nuestra propia nación donde de pronto la política en el estricto sentido de sus aportaciones parece agotarse, la urgente necesidad de darlo todo la paz y la transformación del mundo.
Ese es el mundo que me ha tocado vivir en estos 50 años en los que llevo profundamente grabadas en mi alma como un tatuaje, las lecciones de extraordinarios seres que moldearon lo que soy y definieron lo que vivo; ahí está el ejemplo de mi madre, ahí el empeño de mi familia especialmente de mis tías aquí presentes; ahí también la paciencia y dedicación de alguien que un día, en momentos de confusión, llorando en su regazo a mis escasos 19 años y con una gran responsabilidad en mis manos, ahí en un rincón del Senado de la República, me dijo mirándome a los ojos “levántate Felipe… yo te voy a enseñar a que nadie te sorprenda” y certera fue la lección de la alta escuela política que llevo conmigo, Señora Haydée Stanford Best cuanta cosa tengo que agradecerle, es usted, desde 1982, quien tuvo en sus manos la delicada labor de moldear carácter, de enseñarme el camino, de hacerme ponerme de pie, y de definir la profundidad de la raíz y el compromiso, a su lado, y al de nuestra entrañable amiga Silvia Hernández Enríquez, mujer de extraordinaria talla política, inicié el camino, definí las causas y enarbolé mis banderas de lucha.
Ahí está el ejemplo de Sus Majestades Don Juan Carlos y Doña Sofía, Reyes de España de quienes he aprendido que la tarea de gobernar, que la corona entonces, es peso molesto que fatiga primero las fuerzas del alma antes que las fuerzas del cuerpo.
Ahí están también mis definiciones políticas.
En todo este camino, están ustedes también, y de todos y cada uno podría escribir, ahora mismo si me lo propusiera, una historia distinta, por eso están aquí, por eso quise estar de frente a ustedes para decirles cuanto me han dado lo mismo mis compañeros de las aulas de estudio, de mis vecinos y amigos de esta entrañable tierra; de mis compañeros en el Congreso Mexicano de quienes destaco la presencia aquí de Don José Luis Espinosa Piña y su señora esposa.
Todos, absolutamente todos ustedes, sin distingo alguno, han aportado, ténganlo por seguro siempre, parte importante en mi proceso de vida.
Y así, después de haber caminado mucho en mi azarosa e intensa vida, llego seguro de que es hermosa la juventud, pero más aquélla que se lleva en el alma y más todavía aquélla que llevo en la mía. Si alguien preguntara cuál es la característica más acusada de mi personalidad, seguramente encontraría la respuesta en la pasión y la intensidad lo que tiene una seria interpretación en la fortaleza espiritual y en la convicción que me han hecho ser yo mismo ante cualquier circunstancia.
Y ello me hace sentir seguro de afirmar que se es joven, eternamente joven, cuando prima la fuerza espiritual, cuando ella nos lleva de la mano a la consecución de grandes metas, de nobles ideales, de lo inalcanzable aún a costa de la pobreza material; que se es joven, cuando se cree en uno mismo; cuando se desafía a los acontecimientos y se encuentra alegría en el juego de la vida logrando que los fracasos lo hagan a uno más fuerte y las victorias nos hagan cada vez mejores: más sencillos, más prudentes y más humildes en consecuencia.
Somos tan jóvenes como nuestra propia fe, tan viejos como nuestras dudas; tan joven como la confianza que tengamos en nosotros mismos, tan viejos como nuestras desesperanzas y más viejos aún como nuestro abatimiento.
Si un día, cualquiera que sea nuestra edad, nuestro corazón estuviese a punto de ser mordido por el pesimismo, torturado por el egoísmo y corroído por la vulgaridad, que Dios tenga compasión de nuestras almas viejas.
Y justo hoy, llego a esta etapa de mi existencia convencido que la juventud es un estado del espíritu, un efecto de la voluntad, una cualidad de la imaginación, una intensidad emotiva, una victoria del valor sobre la timidez, del gusto de la aventura por encima de la comodidad y que no nos hacemos viejos por haber vivido cierto número de años sino cuando empezamos a desertar de nuestro ideal.
Los años arrugan la piel, pero renunciar a un ideal envejece el alma y ese, afortunadamente, no es mi caso.
Y no lo es porque he tenido la fortuna de ser siempre yo y mis propias circunstancias, de hacerme testigo, actor y escritor de mi propia historia.
Entrañables amigos:
En el nombre de Dios siempre he aceptado el cumplimiento de mi encomienda y, dentro de ella, he entendido que la vida, ese doloroso pero bello cauce que es la vida, nos obliga a aquilatar si es que hemos sido merecedores de de la extraordinaria experiencia de la existencia.
Cuanta enseñanza me ha dado mi existir desde el momento en que abrí los ojos al mundo hace 50 años ya y hasta este momento en que hoy nos reunimos aquí en este rincón del mundo, en este espacio, a detener el tiempo y poder ser sólo ustedes y yo, nosotros mismos, sustraídos del mundo, como si hubiésemos deseado mas allá de tiempos y espacios volver a vivir este momento; es volver a estar juntos, ustedes y yo, yo y ustedes pero, en nuestro caso, para nunca más decir adiós.
Un día juntos, convertido en eternidad, que me hará de hacer comprobar, no lejos, que la experiencia de haber vivido, para mí, ha valido la pena.
Para mí ha valido la pena, porque he sido testigo y actor de mi propia historia.
Para mí ha valido la pena porque de las pruebas y el dolor lo he tenido y aprendido todo.
Ha valido la pena porque he sido producto de mis propias circunstancias.
Ha valido la pena, aún cuando esa mujer que con valor supo parirme con la grandeza de una reina, me haya dejado un día de noviembre de 1996 muy solo, jugando en el patio de la vida.
Ha valido la pena porque he sabido amar y llevar conmigo la excelsa fortaleza que entraña la gratitud.
Ha valido la pena porque los tengo a ustedes.
Si hoy pidiera un deseo, he de decir que éste ya se cumplió y es., justamente, precisamente, haber llegado a este momento y poder tenerlos a ustedes conmigo aquí esta tarde que en el registro de mi entorno espiritual es ya eternidad, y lo será por hasta el final mismo de todos los tiempos.
Que Dios los bendiga siempre.♦