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[244] JOSE SANCHEZ DEL RIO, UNA VIDA CUYO UNICO SENTIDO FUE LA SANTIDAD

 

Felipe Díaz Garibay

 

Columna "Una voz en el silencio", semanario "Noticias Cuarto Poder" de Sahuayo, Michoacán, México, domingo 12 de junio de 2016.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hace algunos años tuve la oportunidad de leer un pequeño librito llamado “Camino”, escrito por San José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei y es una obra que tiene un estilo directo, de diálogo sereno en el que el lector se encuentra frente a las exigencias divinas en un ambiente de absoluta confianza y amistad. Y justamente en su punto 194 a la letra dice: “…Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...” pero en otros renglones reconoce que esos tesoros son los que más acercan a Dios.

 

No me queda la menor de las dudas, además por otras experiencias de lectura y contacto con clérigos y teólogos, religiosos y religiosas que son verdaderos santos varones y santas mujeres, que caminar en santidad no es fácil, particularmente en un mundo donde, eternamente, la maldad y la tentación siempre han estado rondando; pero tengo claro que ella precisa de un acercamiento absoluto a Dios y una plena identificación con su causa y sus inamovibles designios. Más claro me queda que caminar en santidad requiere de valentía, compromiso y mucho amor hacia Dios, es un tanto caminar en el silencio que implica ese recogimiento de la relación estrecha con el Creador y desde luego el amor por el prójimo.

 

No creo, entonces, que existan otros caminos que puedan llevarnos a la santidad que no hayan sido y sean hacer del amor la marca de todas nuestras acciones, es un tanto estar seguros de que el día que dejemos este planeta se nos evalúe más por la cantidad de amor que hayamos puesto a lo nuestro que por la cantidad de acciones que hayamos hecho.

 

Justo ahí estriba el sentido del sacrificio entendido como la entrega a nuestra verdad jamás desvinculada del precepto divino y de una clara relación con Dios y con nosotros mismos proyectadas ambas, desde luego, hacia los que nos rodean, entiéndase hacia nuestros hermanos.

 

Sin duda muchos, o infinidad de seres humanos, nos preguntaremos con frecuencia sobre cuáles son los requisitos para lograr la santidad reconocida o las características que alguien que es digno de ese gran don debe llevar consigo. Es difícil sin lugar a dudas poder establecer un manual para santos y santas pero, en sí, la regla es muy sencilla. Sin duda alguna que la persona santa es hermosa, es alguien que tiene una luz interior que irradia a través de su rostro; tiene un poder de atracción que acerca a los demás a la presencia de Dios y engrandece la belleza de la santidad. Pero al mismo tiempo las personas santas reflejan una “diferencia” que puede ser desconcertante y es, precisamente, que por su naturaleza misma, ponen al descubierto lo profano como algo que contrasta con lo santo; su luz revela la fealdad de las tinieblas de las que está repleto un mundo lleno de pecado y ello es lo que sin duda les hace ser muy distintos al resto de la gente.

 

Ahora bien, si vivimos en un mundo de pecado y en un mundo cuyos ojos están inyectados de tanta maldad y tanta sangre ¿cómo es posible llevar una vida de santidad personal? ¿Cómo cultivamos una vida así? Es justo que se lo advierta: el camino a la santidad no es fácil. Desde mi muy particular punto de vista, y aún sin ser teólogo debo admitir que exige un cambio de afectos y me refiero a que este cambio comprende necesariamente una dialéctica continua entre la crisis y el desarrollo que nos va llevando de una gracia a otra, cada vez más profunda por cierto, cada vez más grande.

 

En la santidad hay gran gozo, hay maravilla y belleza. Y he referido el tema de los afectos porque ellos –los afectos insisto- constituyen el núcleo mismo de lo que somos; expresan la disposición de nuestro corazón que es la que viene a ordenar a todos los poderes de emoción, percepción, voluntad, y comprensión, de ahí entonces que los afectos tienen que ver no sólo con nuestras emociones sino también con nuestra propia mente y vienen a constituir disposiciones profundas y permanentes que determinan la dirección que toma nuestra vida.

 

Por medio de nuestros afectos expresamos nuestros deseos. Por medio de nuestros afectos mostramos a quién y a qué amamos. Nuestros afectos revelan la naturaleza de nuestro corazón y el sentido mismo de nuestra existencia.

 

De esta manera, yo estoy cierto de que el camino a la santidad es uno que es llevado por nuestros afectos.

 

Es nuestro camino hacia el anhelo por Dios.

 

Es un camino que el recorrerlo nos permite aprender a amar como ama Dios, y a desear aquello que es santo. Mientras más permanezcamos en un Dios santo, y con ese Dios santo, más seremos transformados a la semejanza de ese gran y extraordinario Dios. En resumidas cuentas, la santidad es una relación amorosa en la que nuestro corazón arde con un amor de origen divino.

 

Nada fácil entonces en un escenario donde el hedonismo y el amor por lo trivial y mundano marcan el orden de los principios y los valores.

 

De ahí que mayor fue el mérito de un gran mexicano, michoacano y sahuayense como lo es José Sánchez del Río que supo entender siempre cuál fue el sentido de sus afectos y de esa relación amorosa que le dio un corazón ardiente por un amor de origen divino que le llevó a aceptar su cumplimiento y reconocer, como lo dijo a su madre al enlistarse como soldado y luchar por la causa de Cristo, cito: “…mamá, nunca había sido tan fácil ganarse el cielo como ahora, y no quiero perder la ocasión…” ¡Y se lo ganó! ¿El precio?... su propia sangre… su propia vida.

 

No es fácil lograr que los corazones humanos ardan con el amor divino, porque los afectos que hay en ellos son engañosos.

 

Pero José Sánchez del Río recibió y entendió perfectamente el mensaje, él no se dejó seducir por eso que dondequiera escuchamos en el sentido de que todo tiene que ver sólo con nosotros mismos; no le afectó en lo absoluta esa cultura narcisista que nos dice que somos el centro de nuestra vida y que nos merecemos sólo lo mejor que la vida nos puede ofrecer. La gente no recibe con facilidad este mensaje porque dondequiera que vamos oímos decir que todo tiene que ver con nosotros mismos. Nuestra cultura narcisista nos dice que somos el centro de nuestra vida, y que nos merecemos sólo lo mejor que la vida nos puede ofrecer.

 

José Sánchez del Río ganó el cielo entendiendo que sólo el dolor, el sacrificio y el ofrendar su vida serían suficientes para ser merecedor de esa gloria eterna que ahora le es reconocida en tiempos donde la santidad no es un tema tan popular como pareciera y mucho menos un tema comercial en estos días. Es un tema incluso evitado en algunas iglesias.

 

El tema de la santidad no es tan popular en estos tiempos en virtud de que problema radica en la propia semántica, en las definiciones. Creo yo que la santidad ha adquirido una connotación quizás poco deseable, por lo menos para para gran mayoría de las personas. Cuando decimos “santo” o “santidad, vienen generalmente a las mentes de las personas cosas tales como:  un venerable anciano vestido de blanco; gente lúgubre con peinados y vestidos anticuados; un perfecto e intachable personaje muy satisfecho consigo mismo; una vida sin lujos, triste y llena de normas, reglas y condiciones; una existencia dentro de un monasterio o en la cima de una montaña; los santos hablan en voz baja, se dedican solamente a la oración y a la lectura de la Biblia o algún otro libro espiritual, ayudan con frecuencia y se lastiman el cuerpo y pierden por completo el interés en las actividades “normales” de la vida; una persona con actitud crítica hacia aquéllos que no aceptan sus normas de vida y, entre otras cosas, un ideal inalcanzable y que tiene que ver con una época remota y no con el mundo real, el mundo de hoy, el de aquí y el ahora.

 

En esas condiciones, ¿Quién quiere la santidad? Suena tan atrayente como un vaso de agua salada en un día caluroso.

 

Para el caso de los sahuayenses y para todos los habitantes de esta región michoacana y, creo también, que para todos los habitantes del país y del propio continente americano, hablar de la canonización de José Sánchez del Río nos hace recuperar el sentido de la santidad para verla en toda su belleza, tal y como la palabra de Dios la revela pero, además, se suma a este extraordinario acontecimiento un gran condicionamiento: estamos hablando de un ser humano de nuestro mundo real, del de hoy, de aquí y de ahora, que cumple con las distintas aristas del concepto de “santo” y me refiero a que es separado, apartado, distinto y diferente a muchos y a cualquiera.

 

Han sido muchas las razones que me han llevado a escribir este artículo, y sin duda resaltan las posiciones encontradas que sobre el tema he escuchado en los últimos días.

 

Estoy absolutamente convencido de que si la idea de la santidad en el nivel a que ha sido elevado José Sánchez del Río incomoda a alguien o le parece extrema es porque quizá no ha entendido que la santidad es una consecuencia inseparable y hermosa de la salvación; es lo que viene junto con la relación con Dios mediante la fe en Jesucristo, y es en lo que los cristianos debieran caminar, el resto de sus vidas: en un proceso de santificación constante y creciente.

 

José Sánchez del Río a su corta edad tuvo perfectamente claro que la santidad es un hecho de pertenecer a Dios, de haber sido apartado para Él y mantenerse puro e intachable para Él, es algo que le vino con la fe y siempre supo que no podía ser cristiano sin santidad. Y la santidad que obtuvo este niño michoacano, este niño sahuayense la cultivó en el seno de una relación con Dios y su amor le movió siempre a rechazar cualquier otro amor que fuera inferior; el placer de su presencia en su vida l movió a rechazar cualquier otra fuente alternativa de un placer efímero y falso.

 

Y fue así que a medida que creció su amor por Dios, creció su motivación por la santidad; siempre supo Joselito, como le conocemos acá, que la santidad tenía que ver la obediencia, con seguir las normas de Dios, reconocer que no era a su manera, que su vida ya no le pertenecía, que había sido apartado a por Dios y para Dios; pero esa obediencia que Dios le pidió a él no era fría, rígida ni penosa, sino que era la respuesta afectuosa, gozosa y amorosa al Dios que nos ama. La santidad para José Sánchez del Río tuvo como fundamento el grande e incomparable amor de Dios, de un Dios que lo escogió para disfrutar de una verdadera e íntima comunión con Él; la santidad no le fue algo que sólo fabricó con determinación, ánimo dispuesto y fuerza de voluntad sino que también fue el Espíritu Santo que vivió siempre en Joselito porque siempre confió el Cristo y le motivó y le dio capacidad para ser santo.

 

Yo me manifiesto feliz de que uno de mis más comprometidos abogados, en efecto José Sánchez del Río, sea reconocido, en el seno de nuestra Iglesia, como alguien que aporta a esa enseñanza del compromiso con la causa divina sustentada en nuestros afectos bien entendidos y en perfecta conducción hacia el cumplimiento de nuestras razones de existencia.

 

Grande es en consecuencia el reto que espera al gran pueblo de Sahuayo que si estuvo preparado para dar un santo al mundo católico, preparado estará siempre, y en consecuencia, gracias a su alta carácter creativo y emprendedor, para dar respuesta al sin fin de exigencias que este nuevo reto le impone.

 

No debe ser entonces motivo de preocupación si Sahuayo tendrá o no capacidad para asumir responsablemente lo que sigue. Joselito no abandonará jamás a su pueblo y junto con él, ambos de la mano, harán de esta experiencia una llena de magia y esplendor que harán que nuestra tierra ocupe sendas páginas en la historia que a partir del próximo 16 de octubre se escriba.

 

Enhorabuena Sahuayo, enhorabuena Michoacán, enhorabuena México, enhorabuena a todo el continente americano.