[205] ¿LOS NUEVOS MONARCAS SE MAREAN CON EL PODER?
Felipe Díaz Garibay
Columna "Ventanas al Pensamiento", semanario "Vox Populi" de Sahuayo, Michoacán, México, domingo 28 de septiembre de 2014.
El pasado martes 23 de septiembre, estando yo en mi habitual visita para la atención periódica de un querido familiar en la Central Médica de Especialidades de la ciudad de Sahuayo, Michoacán, tuve la oportunidad de saludar casi a la totalidad de amigos médicos que en este hospital prestan sus servicios profesionales, a quienes además les tengo en mi alta estima y les profeso un gran respeto, y sostener con ellos en el restaurante de la misma institución una muy interesante charla que en esta ocasión versó sobre el escabroso tema del “poder”; fueron casi dos horas donde pude escuchar infinidad de posturas y la conclusión fue, sin mayores vueltas, que el poder simple y sencillamente trastoca las mentes humanas, transforma al ser humano, enferma cualquier mente y como dijera mi padre “…a los inteligentes vuelve tontos y a los tontos los vuelve locos…”
He de admitir que en varios lapsos me concentré exclusivamente a escuchar. Por regla este tipo de encuentros me enseñan muchas cosas pues siempre me permiten conocer innumerables puntos de vista que bien enriquecen mi acervo de conceptos sobre los temas políticos que, por encima de otros más, son de mi mayor interés.
Quedé muy inquieto, a grado tal que tomé la determinación de publicar esta colaboración y tratar el tema en comento que, para la disciplina en que me he formado, es tema crucial pues da razón de esencia y existencia a la Ciencia Política en su objeto de estudio; ella no tendría sentido sin hablar del tema del poder que, a lo largo de todos los tiempos, ha sido un gran problema en la definición del devenir de las sociedades del planeta.
Y entrando en materia, y para aportar algo al debate sostenido por mis amigos médicos, la mayoría de ellos entrañables amigos, debo reconocer que mi propia experiencia y todo lo que podido vivir y observar, me ha enseñado que la práctica política es altamente ilustrativa sobre la conducta y sentir de los hombres públicos. Los "hombres del poder” tienen una máxima invariable: son los todopoderosos, los dueños del balón, del campo de fútbol, de los uniformes, del sillerío, de las cervezas (que no pueden faltar), de los boletos, de los jugadores y, por supuesto, de la transmisión por televisión.
Esta descripción muy bien puede aplicarse al 95 por ciento de los máximos dirigentes de cientos de partidos políticos, de organizaciones de otro tipo o de quienes detentan cargos de elección popular o designación dentro de los poderes ejecutivos; en el mundo y muy especialmente de Latinoamérica es donde, por las características históricas y la posición geopolítica del continente, se hace propicio el fenómeno.
Yo estoy convencido, por el trato que he tenido con innumerables “figuras públicas” de todo tipo, color, procedencia, fines, talentos, perfiles, mañas, fidelidades, lealtades y grado de enfermedad mental, que el poder marea, trastoca las mentes humanas y en ciertos casos hasta enloquece a muchos dirigentes u “hombres de poder” y de todos los niveles. El mareo, la pérdida de la objetividad y de las proporciones, empiezan desde que son nominados como candidatos a dirigentes; de repente amanece un día y se percatan de que hay miles y miles de personas que les aclaman, que les gritan vivas, que les hacen los honores de auténticos monarcas y, como es obvio, lo asumen sin el menor empacho.
Paulatinamente, las mentes de los nuevos dirigentes partidistas, candidatos u “hombres de poder” empiezan a bloquearse; no se dan cuenta de que todos los honores que reciben, que todos los vítores, que las serpentinas, los confetis, las bandas musicales y la algarabía que en torno a ellos se forma se da en razón de la capacidad de movilización electoral del partido que les ha propuesto. Desde los primeros instantes creen que se merecen esas recepciones, esos aplausos; piensan que en verdad son muy populares a la vista de sus pueblos, que volcados de júbilo y felicidad han salido a las calles o han asistido a las reuniones para rendirse a sus pies y a sus arrolladoras y carismáticas figuras.
En efecto, así empiezan los malos gobiernos, justo antes de iniciarse.
De llegar al poder esas figuras partidistas, ya en el trono, están seguras, desde sus campañas y movilizaciones políticas, de que ganaron las elecciones de la forma más transparente y sin la compra-venta de sufragios ni votos cautivos. Son ellos, exclusivamente, su personalidad, su carisma, su figura política lo que ha triunfado arrolladoramente en los comicios y hablan sin empacho ni vergüenza, y de la manera más cínica, de haber derrotado en toda línea a sus contrincantes.
El mareo del poder empieza; muchos se sienten investidos de divinidad y sienten levitaciones y hasta entablan diálogos con Dios. La mayoría sólo sufre el vértigo de altura por el hecho de haberse subido a un ladrillo o a esa hoja de papel denominada “nombramiento”, claro no olvidemos las credenciales o “charolas” que también coadyuvan en ese proceso insano de disfunción o destrucción neuronal.
Nadie piensa que ese poder que se les ha prestado desaparecerá -quien lo dude que lea un poco a Juan Jacobo Rousseau para que entienda mejor las cosas-, y en la mayor parte de los casos sus nombres serán arrojados por sus pueblos, irritados y ofendidos, al basurero de la historia. El problema estriba precisamente en que muchos dirigentes y “hombres de poder” son elegidos sin tomar en cuenta su calidad política y humana para guardar compostura y ecuanimidad, amén de considerar los perfiles, capacidades, voluntad, arraigo e identificación con las causas ciudadanas.
El problema de la falta de comunicación entre muchos dirigentes partidistas y “hombres de poder” con sus pueblos no es para menos, y tan no lo es que ello constituye la causa del desmoronamiento y extinción de sus partidos y regímenes. Hasta hoy son muchos, incontables podríamos decir por ejemplo, los partidos y regímenes políticos que se han perdido por esas actitudes; es más en este momento más de uno ha de estar pasando a ser ya parte de la historia.
Solamente imaginemos a cualquier líder partidista o a cualquier “hombre de poder”, de cualquier nación, color o procedencia, que se aparta de su base y se sienta el señor todopoderoso que determina sobre la vida y la muerte, el juez supremo que puede decidir entre el perdón y el castigo, el magnánimo personaje que dispensa favores y prebendas, que hace millonarios y mendigos; en fin, el hombre para quien no hay ninguna barrera divina, ni humana.
Mis queridos lectores, sólo puedo y debo decirles que los hombres que ejercen el poder deben mirarse todos los días al espejo y preguntarle a su imagen: ¿he cambiado?, ¿soy el mismo?; de esa forma se darán cuenta que son hombres ajenos a su pueblo, totalmente sustraídos de la realidad y entregados en cuerpo y alma a los aduladores y a los falsarios de la amistad. Pero viendo bien las cosas, en nuestros tiempos los políticos del mundo, sin excepción alguna, sí cambian, ¿cómo?, vuelven a la realidad cuando se les destituye; entonces se quedan en las tinieblas de la más triste soledad, sobre todo cuando saben que han fallado y saben que jamás podrán justificarse ante sus pueblos.
A lo largo de nuestras vidas, todos hemos conocido y tratado a múltiples políticos; en lo personal he tenido la enorme oportunidad no sólo de alternar sino colaborar muy de cerca con algunas figuras y observar el desarrollo de otras tantas; mi experiencia me hace constatar algunas de las características de los personajes públicos y que me hacen estar cierto de que es simplemente lamentable pues muchos de ellos son simplemente incapaces, presa de la tontería; no importa el cargo, pueden ser presidentes o empleaditos menores en cualquier Secretaría o Ayuntamiento; muchos más son mediocres inflados por su propio narcisismo, otros son inteligentes y de mala entraña pero muy pocos, muy pocos en realidad, están realmente dotados para la vida pública.
Cualquier semejanza con la realidad de muchos y muchas es… ¡mera coincidencia!
Hasta la próxima semana si Dios nos lo permite.♦