[186] LOS PARTIDOS POLITICOS Y LA ADMINISTRACION PUBLICA
Parte II y última
Felipe Díaz Garibay
Semanario "Tribuna" de Sahuayo, Michoacán, México, domingo 1 de agosto de 2010.
La práctica política es altamente ilustrativa sobre la conducta y sentir de los hombres públicos. Y me refiero de manera especial a las dirigencias de los partidos en cualquier nivel; a todos les alcanza la extraña maldición de transformar sus entornos mentales desde el momento en que toman el mando de sus organizaciones. Es decir aplica el apotegma de extracción popular que establece que extrañamente el poder “a los inteligentes vuelve tontos y a los tontos locos”.
Y en esto hay mucho de verdad.
Los "hombres de partido" tienen una máxima invariable: son los todopoderosos, los dueños del balón, del campo de fútbol, de los uniformes, del sillerio, de las cervezas (que no pueden faltar), de los boletos, de los jugadores (¡!) y, por supuesto, de la transmisión por televisión.
Esta descripción muy bien puede aplicarse al 95 por ciento de los máximos dirigentes de cientos de partidos políticos en el mundo y muy especialmente de Latinoamérica donde, por las características históricas y la posición geopolítica del continente, se hace propicio el fenómeno, posiblemente con la salvedad de personajes de talla mundial como un Felipe González, un Lech Walesa, o bien una Indira Gandhi o un Carlos Madrazo que, por ser como fueron, ya no se encuentran entre nosotros.
El poder marea, trastoca las mentes humanas y en ciertos casos hasta enloquece a muchos dirigentes partidistas de todos los niveles. El mareo, la pérdida de la objetividad y de las proporciones, empiezan desde que son nominados como candidatos a dirigentes; de repente se percatan de que hay miles y miles de personas que les aclaman, que les gritan vivas, que les hacen los honores de auténticos monarcas y, como es obvio, lo asumen sin el menor empacho.
Paulatinamente, las mentes de los nuevos dirigentes partidistas empiezan a bloquearse; no se dan cuenta de que todos los honores que reciben, que todos los vítores, que las serpentinas, los confetis, las bandas musicales, las tremendas borracheras y la algarabía que en torno a ellos se forma se da en razón de la capacidad de movilización electoral del partido que les acoge en sus filas. Desde los primeros instantes creen que se merecen esas recepciones, esos aplausos; piensan que en verdad son muy populares a la vista de sus pueblos, que volcados de júbilo y felicidad han salido a las calles o han asistido a las reuniones para rendirse a sus pies y a sus arrolladoras y carismáticas figuras.
En efecto, Así empiezan los malos gobiernos, justo antes de iniciarse.
De llegar al poder esas figuras partidistas, ya en el trono, están seguras, desde sus campañas y movilizaciones políticas, de que ganaron las elecciones de la forma más transparente y sin la compra-venta de sufragios ni votos cautivos. Son ellos, exclusivamente, su personalidad, su carisma, su figura política lo que ha triunfado arrolladoramente en los comicios y hablan sin empacho ni vergüenza, de la manera más cínica, de haber derrotado en toda línea a sus contrincantes.
El mareo del poder empieza; muchos se sienten investidos de divinidad y sienten levitaciones y hasta entablan diálogos con Dios.
La mayoría sólo sufre el vértigo de altura por el hecho de haberse subido a un ladrillo o a esa hoja de papel denominada “nombramiento”, claro no olvidemos las credenciales o “charolas” que también coadyuvan en ese proceso insano de disfunción o destrucción neuronal.
Nadie piensa que ese poder que se les ha prestado desaparecerá -quien lo dude que lea un poco a Juan Jacobo Rousseau para que entienda mejor las cosas-, y en la mayor parte de los casos sus nombres serán arrojados por sus pueblos, irritados y ofendidos, al basurero de la historia.
El problema estriba precisamente en que muchos dirigentes partidistas son elegidos sin tomar en cuenta su calidad política y humana para guardar compostura y ecuanimidad.
El problema de la falta de comunicación entre muchos dirigentes partidistas con sus bases no es para menos, y tan no lo es que ello constituye la causa del desmoronamiento y extinción de sus partidos. Hasta hoy son muchos, incontables podríamos decir, los partidos que se han perdido por esas actitudes; es más en este momento más de uno ha de estar pasando a ser ya parte de la historia. Solamente imaginemos a cualquier líder partidista, de cualquier nación que se aparta de su base y se siente el señor todopoderoso que determina sobre la vida y la muerte, el juez supremo que puede decidir entre el perdón y el castigo, el magnánimo personaje que dispensa favores y prebendas, que hace millonarios y mendigos; en fin, el hombre para quien no hay ninguna barrera divina, ni humana.
Los hombres que ejercen el poder deben mirarse todos los días al espejo y preguntarle a su imagen: ¿he cambiado?, ¿soy el mismo?; de esa forma se darán cuenta que son hombres ajenos a su pueblo, totalmente sustraídos de la realidad y entregados en cuerpo y alma a los aduladores y a los falsarios de la amistad. Pero viendo bien las cosas, los políticos de todos los partidos del mundo, sin excepción alguna, sí cambian, ¿cómo?, vuelven a la realidad cuando se les destituye; entonces, se quedan en las tinieblas de la más triste soledad, sobre todo cuando saben que han fallado y que saben jamás podrán justificarse ante sus pueblos.
A lo largo de nuestras vidas, todos hemos conocido y tratado a múltiples políticos; en lo personal he tenido la enorme oportunidad no sólo de alternar sino colaborar muy de cerca con algunas grandes figuras y observar el desarrollo de otras tantas.
Mi experiencia me hace constatar algunas de las características de los personajes públicos y he llegado a una conclusión que deseo compartir con mis amables lectores: hablando de políticos es fácil percatarse de que muchos de ellos, o los que se autollaman “po-lí-ti-cos”, obvio producto de la improvisación, de los señuelos o de los caprichos grupales que en nuestro país abundan y me refiero a esos que aparecen de la nada, que los protegen las amiguitas o los amiguitos de renombre, etc., son, y es simplemente lamentable, incapaces presas de la tontería.
Señoras y señores, en México el ejemplo es claro y no se necesita ser adivino para conocer las realidades sobre las cuáles se maneja o conduce a nuestro país.
Acá no importa el cargo: pueden ser el mismo presidente, gobernadores o empleaditos menores en cualquier Secretaría, centro hospitalario, Ayuntamiento o llámesele como se le llame; para ellos no existen las proporciones entre lo humano y lo divino porque ellos mismos se sienten y creen ungidos; pero ello no es lo grave, sino que la misma gente así quiere y le gusta verlos admitiendo toda clase de atropellos, aún cuando muchos hablan de la solidaridad, cooperación y ¡¡¡¡generosidad!!!!
Señoras y señores lectores, no les crean mucho, no se trata sino de mediocres inflados por su propio narcisismo, algunos podrán ser inteligentes pero de muy mala entraña y de verdad pocos, pero muy pocos, están realmente dotados para la vida pública.♦