[11] intervención en el acto cívico conmemorativo del CLXXXIV Aniversario del Inicio de la Independencia de México en la Plaza Principal.
Venustiano Carranza, Michoacán, México, viernes 16 de septiembre de 1994.
Honorable Ayuntamiento Constitucional;
Amigos directores, maestros y alumnos de las diversas instituciones educativas de nivel primario, medio básico y medio superior de Venustiano Carranza, Michoacán;
Coterráneos:
Aprender de la historia y tener conciencia histórica, son expresiones que hemos oído muy frecuentemente de nuestros maestros, de nuestros padres y, seguramente, muchos las han repetido a sus hijos. Pero hoy cobran vigor para ser exigencia en quienes poblamos este generoso y vasto territorio que nos cobija, que hemos defendido como morada para los mexicanos del presente y del futuro, a costa de muchos sacrificios, guerras incruentas, injustas, todas defensivas contra el exterior, y guerras entre hermanos, para configurar nuestra nacionalidad.
No provenimos de una vida escasa. Tenemos historia milenaria. Ahí se narra como se hace y defiende la patria: entre la aurora y el ocaso, y del crepúsculo al alba, sin pausa. Hubo que construirlo y defenderlo con amor y fuerza; con un sereno trabajo de concordia.
Tres grandes estremecimientos, tres grandes holocaustos y una gesta gloriosa configuran nuestra nacionalidad: el movimiento de Independencia, emancipación del yugo español para desprendernos como nación soberana; la gesta de Chapultepec que nos definió como mexicanos y originó los principios de “no intervención” y “autodeterminación; la Reforma, emancipación del intervencionismo extranjero para afirmarnos en nuestra soberanía que fue síntesis en el principio juarista de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”; y finalmente la Revolución de 1910, que significó la emancipación del pueblo a través de las garantías sociales que son la esencia de la Constitución Política de 1917.
Ciento ochenta y cuatro años de historia independiente, mucho más de tres veces la edad que alcanzó Miguel Hidalgo, no parecen ser en la historia del mundo un horizonte formidable; sin embargo, han sido para los mexicanos casi 37 lustros apretados de acontecimientos que nos brindan la satisfacción colectiva de llegar libres a esta mañana, del 16 de septiembre de 1994, para decir, sencillamente, que la nación es ya una realidad histórica con la que el mundo ha de contar mientras perdure la especie humana sobre la tierra.
Vista desde la perspectiva de los años, la Independencia aparece como un intento formidable para constituir una nación; para darle, al mismo tiempo la organización de un Estado independiente, vinculado al mundo y liberal. Nada más opuesto a ese propósito que la situación de la Colonia que muestra, por el contrario, una diversidad abigarrada, arcaica y autoritaria, de la que difícilmente podría pensarse que surgiera una sociedad abierta. El sistema de castas, los fueros, la esclavitud, los abismos sociales, prorrogaban el arreglo de la conquista, un verdadero ajuste de cuentas con los vencidos, y no dejaban ver por ninguna parte la figura del ciudadano, que es la materia prima del Estado moderno; ésta parte del supuesto que todos los hombres tienen derechos iguales y capacidad semejante para alcanzar su desarrollo y felicidad. Por esto, la primera preocupación de Hidalgo, Morelos y Guerrero, es acabar con esclavitud y castas, moderar opulencia e indigencia y abogar porque todos se llamen “comúnmente americanos”. Ellos y sus compañeros intuían cómo se concibe la más elevada obra humana, la libertad de un pueblo, que el cabo de trescientos años de vida colonial había aquí ya una nación capaz de asumir la soberanía política mediante una organización estatal propia.
La nación, que es una magna obra de cultura, se había ido cociendo lentamente en un caldero en que lo mismo cupieron los más brutales y refinados atropellos, que la meditación religiosa y la poesía pastoril; la sumisión sin debate de muchos y las constantes rebeliones indígenas y de negros, como la de Yanga de Veracruz; así la ignorancia estrepitosa y fauta, como la grandeza de Juana de Asbaje y de Sigüenza y Góngora. En suma, todas las virtudes y todas las miserias, tanto en grado eminente como a medias y en tono menor.
Para los insurgentes, Allende, Bravo, Victoria, era muy claro que la patria tendría que ser el continente de todos los que forman la Nación; nuestra morada; el ámbito inescapable en que habremos de vivir; la casa en que ningún fanático puede proponerse exterminar a sus adversarios, esgrimiendo una supuesta verdad o razón que apabulle a todos. Por tanto, había que transitar de la violencia a la política, cuyo más alto cometido es encontrar y proteger formas de convivencia justas y procedimientos para resolver las controversias y contradicciones sociales, bajo el principio superior del interés nacional.
Los grandes problemas sociales, de la economía y de la política a que se enfrentó el país recién independizado, no se resolvieron con sólo la separación de España. Tan enraizados estaban que habían de transcurrir muchos años para sacarlos del cuerpo social; nada extraordinario si consideramos que habían contado con tres siglos para enquistarse; es éste un lapso histórico tan amplio, que hoy todavía no lo cumplimos como país soberano; será hasta el año 2121 que empatemos la etapa colonial con la independiente. En rigor, algunas de aquéllas viejas cuestiones, como la falta de igualdad social, el crecimiento desequilibrado de las regiones o la incorporación efectiva y digna de las etnias al desarrollo, todavía persisten a nuestro alrededor; y ciertas formas de actuar y pensar que se sustentan en intolerancia y fanatismo, aunque se vistan de sea o de percal, todavía gobiernan la cabeza de ciertos epígonos que, en ese sentido, no alcanzan a ocultar la casaca virreinal.
El hilo conductor para salir del laberinto colonial fue el liberalismo. Ya es liberal la Constitución de Apatzingán y lo es la de 1824. La obra de las sucesivas generaciones libertadas, prefigurando un rasgo del carácter nacional que perdura hasta nuestro tiempo, se funda en la confianza de que el derecho es el instrumento por excelencia para transformar la vida social. Y así fue, en efecto, que buena parte del siglo XIX se consumió en manifiestos, planes, leyes y nuevas constituciones. La historia nos permite apreciar ahora, sin embargo, que el modo de vida liberal era lo que afanosamente buscada entonces el pueblo mexicano. Hoy, aún con tan claros principios que seguir, desde el origen, queriendo hacer con las dificultades una polvareda, no falta quien pregunte por el rumbo que sigue la Nación. Me refiero al que por el cálculo pretende desacreditar una política clara, negando que exista alguna solo porque no es la suya; nada más equivocado. Puede ser que el rumbo de México no pase por los intereses, los prejuicios o, aún, por la vanidad de algunos; pero no hay duda de que la independencia y la soberanía de la Nación son el camino que México siempre ha seguido.
El pueblo mexicano, con su sólido sentido, sabe que lo rodean riesgos verdaderos y de gravedad; que las voces empeñadas en desacreditar, adentro y afuera, la legitimidad, la respetabilidad de nuestro sistema y gobierno civil y plural, están excediendo aún lo explicable por la pasión partidista. Que los arrebatos que cuestionan incluso el lazo primordial de los símbolos patrios son extravagancias.
Afuera no hay nada que hayamos perdido, salvo el riesgo de perderlo todo; las grandes potencias han puesto en crisis el principio mismo que debería sustentarlas, que es el respeto a la soberanía de los Estados, la no intervención y el arreglo pacífico de las controversias. Con todo, la Nación no pierde la fe esencial en todos sus hijos, ni la que le corresponde dar a los foros internacionales; precisamente porque sabe que en ellos debe plantearse y resolverse el desorden mundial; porque son también ellos, como lo resumió Benito Juárez, el espacio donde México tiene que hacer por sí lo que no puede esperarse que nadie haga por nosotros.
Señoras y señores:
En estos momentos, México atraviesa, como el resto de naciones del orbe, por grandes dificultades y demanda renovación, cambios, y los cambios deben ser tan profundos como lo requiera la Nación. Ha llegado la hora de que caigan las máscaras de la ficción, de que seamos congruentes con lo que somos y aceptar que los mexicanos tenemos conciencia de la historia, que los mexicanos tenemos memoria, que los mexicanos recordamos y respetamos a nuestros muertos y honramos a nuestros héroes, que los mexicanos pensamos en el porvenir de las futuras generaciones; que estamos convencidos de que nuestros hogares, nuestras familias, nuestros pueblos y ciudades no son producto de extraños, porque sabemos que somos un país plenamente integrado y que solo los fatalistas o las naciones en proceso de integración pueden ser, hoy en día, acosados y dominados. Este no es el caso de México, rico en historia, mucho más, mucho más que otros países poderosos de la tierra. México tiene la herencia inédita, caudalosa en vigor de la cultura indígena, y la generosa cultura hispánica, esto nos enorgullece, nos revitaliza y nos renueva en nuestro mestizaje biológico y cultural, que apenas empieza a manifestarse en toda su grandeza.
La patria está muy lejos de ser el país en proceso de integración de la Independencia, de la gesta de 1847, de la Reforma y la Revolución, la patria está fortalecida, pero el acecho es vigente. Estemos alerta; hay mexicanos que de buena o mala fe son el contenido del Caballo de Troya que en el país siempre es un presente del colonialismo, del imperialismo.
Qué bien que en el mundo haya diferencias y qué bueno que se sostengan apasionadamente, y que en el ambiente de libertad que actualmente existe, gracias a tantas reformas, gracias a tantas luchas, haya quienes propongan acciones que alcancen hasta las más profundas estructuras de los países del mundo. Cuán cierto es que requerimos de muchos cambios, no de palabras de mensajes; de cambios, sí, pero en los cimientos espirituales de todos los habitantes del planeta, para ser más concientes, más congruentes en el decir con el hacer y el vivir diario entendiendo que hoy la independencia no debe ser entendida como una atribución eminentemente regional o nacional, ni como aislacionismo, sino dentro de la óptica misma de la globalización y la universalización en que los colores, las convicciones o las religiones, no constituyan barrera alguna para aceptar que la verdadera independencia, hoy, se sitúa fundamentalmente en la soberanía del raciocinio.
Hoy debemos tener más devoción a nuestros valores, a nuestros hombres de ciencia, a nuestros artistas, a nuestros héroes, a nuestros maestros, quienes verdaderamente son faro y son luz por su sapiencia. Hoy las armas convencionales, son menos poderosas que las acciones económicas, éstas son más sofisticadas, más arteras, aunque no carecen de furtividad, por la vergüenza que entrañan de conocerse públicamente.
El frente de batalla de nuestra época es también el mercado internacional de dinero y capitales, más temible porque amenaza en su independencia económica a los países en desarrollo.
Hoy, los conceptos de independencia y libertad, deben ampliar y enriquecer nuestra interpretación de la realidad y exigirnos una rigurosa interpretación también de la crisis contemporánea; una crisis que presupone, desde Hiroshima, la posibilidad y la probabilidad de la destrucción de la vida; una crisis que plantea, desde Nagasaki, el sometimiento de la ciencia a la destrucción; una crisis que confirma, desde Bosnia Herzegovina y Somalia, la desesperanza humana; una crisis que nos recuerda, desde Cuba, que la “pureza ideológica” no constituye el maná capaz de alimentar cuerpo y espíritu.
Ante el vendaval que azota a todas las naciones y del cual México no puede sustraerse, es indispensable imitar el seño acto de un Hidalgo, de un Morelos, de un Allende, de un Guerrero y Masaya de nuestras fronteras, del tiempo y del espacio, de una Indira Gandhi o una Madre Teresa de Calcuta.
El recuerdo de los grandes luchadores sociales es remanso en la paz y fuego cuando peligran las naciones.
Son callado dolor que templa y endurece nuestra vida y nos hace resistir el infortunio.
Son conciencia de perecer para que otros vivan, son desinterés y alegría de vivir para que otros vivan, son compromiso de entregar la vida misma cuando las grandes causas reclaman el sacrificio.
Son, pues, almacén espiritual de amor por la creación.
El futuro se edifica en todo tiempo; se hace en las horas favorables, cuando el sol esplende, pero más se fragua en las adversas.
Cuando la fortuna nos acompaña, somos esa circunstancia, cuando se aparta, somos sólo nosotros mismos; aquí nos medimos, aquí nos construimos, hostigados o solitarios; por eso más se forja el futuro en las horas adversas. Vivir esas horas, vencerlas, hacer de ellas tiempo que favorezca a las generaciones que vengan, requiere de grandeza. Hemos conocido horas de esa especie, ahora las afrontamos, sabemos vivirlas, sabemos vencerlas, sabemos convertirlas en el sol que expenda para las generaciones que vengan. México tiene esa grandeza.
Los pueblos que perduran se acreditan con estas pruebas. En ellas se identifican, son pueblos que no caen, como no cae el nuestro. Tropiezan, resisten, se yerguen, caminan, trascienden.
Como los hombres que lo son de verdad, las naciones que lo son de verdad tienen por nervio la entereza; con ella se dirige la existencia, se triunfa con ella, México tiene esa entereza.
Seguimos luchando por la Nación. La seguimos erigiendo, la defendemos, lo hemos hecho, lo hacemos, lo haremos en concordia, con amor y fuerza; estamos seguros, porque estamos resueltos, por todo el tiempo que dure la patria y la nuestra, México, es eterna.♦