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[116] LA VIEJA HISTORIA DEL CAMPO MEXICANO

 

Felipe Díaz Garibay

 

Columna “Palabras al Viento”, Semanario “Tribuna” de Sahuayo, Michoacán, México, domingo 4 de septiembre de 2005.

 

 

Historias van e historias vienen y el problema del campo en México sigue siendo una realidad ineluctable que bien frena las más elementales expectativas de las grandes mayorías del pueblo mexicano.

 

La Revolución Mexicana, en tanto primer movimiento social del Siglo XX, tuvo como esencia esta problemática porque, desde entonces, y hace ya casi una centuria, en ella se contienen las más grandes exigencias y propósitos de  progreso de la sentida sociedad mexicana.

 

La  primera revolución social del Siglo XX, reitero la mexicana, fue un movimiento netamente agrarista.

 

Parece mentira  que en 95 años del inicio de este movimiento en México, nadie, absolutamente nadie,  haya sido capaz, a la fecha, de inducir una organización adecuada para que el campo no haya quedado rezagado.

 

Contrario a lo que plantea la prosa del discurso oficial, de 1917, año en que se institucionalizó el movimiento armado, y a la fecha, no es posible plantear mejorías en el determinante sector agrario de México.

 

Vivimos una realidad lacerante porque los campesinos prácticamente han abandonado sus labores poniéndolas en manos del latifundio disfrazado que impuso el régimen salinista con su contrarreforma agraria; porque el campesino solo ha venido a engrosar  los ejércitos desempleados del país; porque en el campo no ha sido posible elevar el nivel de vida; porque el campesino sólo ha sido víctima de explotaciones y ha estado sujeto a la voluntad de los caciques y movimientos electoreros; porque el campesino ha sido presa, desde luego y también, de intermediarios y firmas extranjeras.

 

El campo mexicano es un entorno insatisfecho, ello queda claro, no ha habido pasos hacia delante sino pasos en franco retroceso. La multicitada “Reforma Agraria” está más que desvirtuada, deformada y, debo admitir, plenamente traicionada.

 

El clamor del campo es solamente un eco que se pierde ya en las inmensas grutas que heredó el régimen dictatorial que  nos gobernó durante siete décadas.

 

Sin embargo, abundan quienes soplando a las cenizas no quieren ver estas realidades, quienes siguen aferrados a pensamientos obsoletos y reaccionarios que exaltan los falsos e inexistentes éxitos de la reforma agraria mexicana. Hablan de hechos y, en efecto, ahí están los hechos: no hay libertad ni dignidad en el campo mexicano. 

 

Lejos, muy lejos están los valores permanentes que impone la doctrina de una verdadera reforma agraria que en esencia propugne porque la tierra sea para quien la trabaja y que el hombre de la tierra sea un hombre libre.

 

Para crear hombres libres, campesinos libres entonces, es que debe existir, como acción y programa, una reforma agraria integral y acorde a las condiciones históricas de nuestro país; debe ser para liberar al hombre, para hacerlo digno, para hacerlo erguido, para liberarlo del vasallaje, del latifundismo, del acaparamiento de la tierra y esto en definitiva, no existe en México.

 

Acá, entre nosotros, las cosas van a la contraria.

 

La llamada “Justicia Agraria” no es sino solamente el impedimento para la producción, para la existencia del ejido y la auténtica pequeña propiedad como formas de tenencia de la tierra que representan la base indestructible de todo movimiento agrario verdaderamente serio y de gran alcance social.

 

En México, no existe una política agraria que mire al futuro. Las que existen solamente derivan de la ingenuidad y la ignorancia; ellas no han visualizado el adecuado equilibrio entre las garantías individuales y los derechos sociales. Para el campo, el Estado de Derecho es falacia; y lo es porque desde el mismo reparto de tierras ha habido profundas anomalías, terribles corruptelas, insalvables vicios.

 

El tema del reparto ha sido, históricamente, una agresión al campesino; se le han hecho repartos uno encima del otro, no se han deslindado adecuadamente las propiedades de múltiples comunidades y ejidos trayendo como consecuencia conflictos, incertidumbres y, lo que es peor, violencia física y matanzas por el simple hecho de exigir lo que a tantos pertenece. Las Autoridades ejidales, por regla, se han corrompido fácilmente, depuran padrones, otorgan concesiones, responden a grupos entonces.

 

El problema de la irregularidad en la tenencia de la tierra será entonces un tema recurrente a lo largo de la historia presente y futura pues todavía está el pendiente de definir los derechos de los campesinos quienes no tienen certidumbre en ellos.

 

Preciso es referir el problema de la tenencia de la tierra toda vez que las formas de ella heredó en la  Constitución Política de 1917 no han sido todavía conquistas consolidadas, y no lo han sido porque quedan pendientes todavía las formas de organización que nos ayuden a superar el minifundismo que, hoy como ayer, no permiten la modernización de la producción, que nos permitan la organización para comercializar, que nos permitan la fórmula para afrontar la industrialización que trae consigo el proceso globalizador que ahora vivimos.

 

Sin duda alguna, México enfrenta aquí un reto de dimensiones incalculables, y es así porque una política de desarrollo eficaz y justo se tiene que basar en la verdad, en el pleno reconocimiento de las situaciones.

Si es necesario revisar y reformar la legislación, es preciso hacerlo; si es necesario modernizar la administración, hagámoslo también.

 

No es momento para postergar las acciones. No es recomendable, pues el campo mexicano está ya en la antesala del hartazgo.

 

El mexicano es producto de sus legítimas aspiraciones y auténticos reclamos; es producto de sus anhelos y derechos; es el hombre digno y erguido; es el hombre que ya no es vasallo de nadie; es el hombre que debe tener y trabajar su tierra; por ello, las políticas agrarias deben abarcar profundas acciones pues no basta con darle la tierra al campesino, es necesario darle los instrumentos para que la trabaje lo mejor posible, para que introduzca técnicas modernas de cultivo que le hagan obtener el justo precio de sus productos y se libere de la explotación y desposesión a que lo sujetan los rectores de población nacional y extranjera económicamente más poderosos.

 

Hoy, los campesinos mexicanos deben ver de frente, porque deben saberse mexicanos de primera, porque deben asumir plenamente su libertad individual y su libertad personal; pero, sobre todo, asumir con toda entereza, y con el suficiente valor, la inviolable integridad de su naturaleza humana.