Publicaciones

[114] EL “ANTITERRORISMO” NORTEAMERICANO Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN, ENTRE LA HEGEMONIA, EL RATING Y LA ETICA

 

Felipe Díaz Garibay

 

Columna “Palabras al Viento”,  Semanario “Tribuna” de Sahuayo, Michoacán, México, domingo 14 de agosto de 2005.

 

 

Lo que solo era posible apreciar en las grandes producciones de Hollywood, se ha hecho realidad en el transcurso y desarrollo de la operación bélica norteamericana que busca “erradicar” el terrorismo en el planeta; con adeptos y sin ellos, los Estados Unidos de Norteamérica inician, a raíz del multicitado 11 de septiembre de 2001, y que se arreció con la experiencia de Madrid y más recientemente en Londres, una cruzada de valor incalculable que bien debe ser ponderada en el siguiente tenor: el terrorismo  pesa no tanto por la acción en sí, aún a pesar del enorme número de víctimas que pudiera traer consigo, sino por los efectos de índole psicológico, emocional y social que trae consigo.

 

Pero la lucha emprendida por la potencia norteamericana ha tenido también los suyos propios, sobre todo por el manejo de la información e imágenes producto de ésta; y es que éstos han podido rebasar el límite de toda resistencia psíquica.

 

Hace ya algunos decenios, los clásicos de la Comunicación (tal ciencia, arte y profesión), como Nixon y Mc Luhan, pronosticaron que con los medios electrónicos comenzaría el periodo del "global village", la idea universal, idéntica en todas partes. Teóricamente impulsaron la manera en que se desarrollaría con relativa facilidad el proceso de convencer a los demás de que tal concepto, este candidato, este otro servidor público, este automóvil, eran los que le convenían.

 

Se dijo, en pocas palabras, que un emisor daba forma a un mensaje y el objetivo de este mensaje era el de pretender lograr que un receptor lo interpretase para que, mediante la retroalimentación, se pusieran de acuerdo en una compraventa, subjetiva o concreta, de bienes o conciencias, teniendo en el meollo un medio de transmisión o difusión que sabía qué decir y cómo decirlo.

 

Fue tan cierto esto que en el desarrollo de la ciencia de la comunicación se crean mensajes estilizados y dirigidos sólo para adultos varones, adultas mujeres, mujeres adolescentes, muchachos con acné, niños y niñas, minorías étnicas, ejecutivos de empresa. En fin, para ganadores y perdedores en un mundo cada vez más y más competitivo.

 

Con posterioridad, la ciencia -o arte, según se vea- evolucionó hacia teorías más actualizadas en las que curiosamente, se omitía también el pecado original que consistía en la falta de socialización del mensaje, en relación con las respuestas del receptor, que deberían ser dirigidas y pensadas con criterio e independencia, con libertad para actuar de tal forma que la responsabilidad de sus actos recayera sobre él y nadie más que él. Pero en relación estricta al hecho comunicativo es preciso dejar claro que la objetividad –para informar digamos- consiste en reflejar, con la mayor fidelidad posible, la naturaleza de un evento de la realidad y que la tarea de un verdadero profesional de la Comunicación es la de llevar la noticia al público lo más pura y entendible,

 

Cuando se trata de caracterizar el estado del periodismo dentro de la historia reciente de los conflictos bélicos comandados por los Estados Unidos de Norteamérica en Oriente Medio, como respuesta a su afán “antiterrorista”, queda claro que aparece rápidamente una serie de planteamientos que por sí mismos demuestran que la profesión periodística es bastante mal conocida; la tarea que debiera informar de manera neutral, veraz e imparcial sobre los múltiples acontecimientos suscitados lo mismo en Nueva York, Afganistán, Irak, Madrid o Londres, en ese orden, denota un estigma hegemónico que bien busca responder a fines que nada tienen que ver con la esencia misma del contexto en que se ha desenvuelto.

 

En términos de política, en cualesquiera de sus radios de acción, bien sea nacional o aquélla que rebasa las fronteras para configurar fenómenos de carácter internacional, entre ellos la guerra, es ya un lugar común la afirmación de que una de las primeras víctimas es la verdad.

 

Y no podía ser de otro modo en la invasión actual de Irak por parte de las fuerzas militares de Estados Unidos  y Gran Bretaña.

 

La desinformación, las falsedades, los rumores, la propaganda están a la orden del día con relación a esos ataques. Resalta la arrogancia, el desparpajo y la falta de pudor de muchos de los medios que cubren la zona de guerra, resalta también que se les ha invitado a mentir y se ha reconocido la oferta de comprar periodistas y comunicadores. En este contexto bélico que nos sacude y conmociona, donde se están conculcando elementales principios morales y jurídicos, hay que contar una baja más: el derecho fundamental a recibir una información veraz.

 

Resulta realmente bochornosa la no emisión de imágenes de las víctimas, de los destrozos en las viviendas de civiles, de los frentes de combate, del cansancio, del sufrimiento y del dolor que la guerra origina.

 

En cambio, se presentan gráficos que nos cuentan la “precisión” de las tropas, se exponen las últimas tecnologías en el “arte de matar”, se idealiza a las tropas y se presenta a expertos analistas militares -algunos tan absolutamente impresentables como el conocido coronel Oliver North, protagonista del affaire Irán-Contra que nos dan clases de táctica y estrategia sobre bonitos mapas coloreados; cuando hay bajas, en las tropas de los “vencedores”, presentan al detalle la forma en que fueron asesinados con gráficos dantescos que sirven de marco al alarde informativo para “demostrar” a la opinión pública internacional cuán salvajes son los habitantes de los territorios donde permanecen, atacan y actúan en franca invasión. Así están las cosas.

 

Lo peor y triste de todo, es que los propios medios caen en el juego de la seducción hegemónica, en el escenario de una guerra aséptica y virtual, que se asemeja a un gigantesco videojuego, salvo para quienes la padecen, claro.

 

En estos escenarios, bastaría con que el deber elemental de veracidad, al que por supuesto deben sujetarse por elemental ética todos los medios de comunicación, se cumpliese para que la guerra, por cualquier causa, quedase totalmente descalificada.

 

Pero parece que en diversos contextos sucede todo lo contrario.

 

Con mi experiencia de convivencia cerca de medios y fuentes, de algo he quedado convencido: si en el debate público se exigiera, como por ejemplo en los tribunales, “toda” la verdad y “únicamente” la verdad como condición para el reconocimiento del derecho a recibir y difundir informaciones, entonces la única garantía de seguridad jurídica sería, en definitiva… ¡el silencio!