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[113] FELIPE… UNA HISTORIA DIFERENTE

 

Felipe Díaz Garibay

 

 Columna “Palabras al Viento”, Semanario “Tribuna de Sahuayo, Michoacán, México, domingo 7 de agosto de 2005.

 

 

“…Levántate hijo, despierta… que vamos a vestir a tu hermano…”, fueron las palabras con que su madre habló a Felipe, un niño indefenso con apenas nueve años de edad, que al despertarse y estirar el brazo izquierdo sintió un cuerpo mojado junto a él y su mano quedó llena de sangre; al abrir bien los ojos se percató de que quien estaba a su lado, era su hermano mayor, de 24 años, que minutos antes había salido en su bicicleta a comprar leche para cenar y había muerto atropellado.

 

Corría el mes de octubre del año pasado y estando yo en busca del voto, en el transcurso de mi campaña político-electoral como candidato a diputado local por este Cuarto Distrito en el Municipio de Marcos Castellanos, específicamente en la cabecera, inmerso en el encanto provinciano de San José de Gracia, en una de las tantas calles me acerqué a dos personas, un señor de aproximadamente sesenta y tantos años y un joven en sus veintes; de apariencia  humilde, mirada serena, aunque con un dejo de dolor de sus miradas; los ojos nunca mienten y delatan, por la enorme energía que emiten, no solamente los estados de ánimo del ser humano sino, además y sobre todo, detalles, y debo admitir que hasta mínimos, de su personalidad, estilo de vida, recuerdos, anhelos, pasado, las penas, los sufrimientos, la cruz de la vida.

 

Estas dos personas no fueron la excepción, sus miradas reflejaban, podría decir, la desesperanza que enfrenta el ser humano cuando vive sin expectativa alguna, cuando las cosas no han podido ser, cuando en el sendero de la vida no se ha encontrado al Cirineo capaz de ayudar con la pesada cruz, cuando el caminar en él parece traducirse solamente en una dura prueba, sin solución, sin salida.

 

Me acerqué a ofrecer un díptico publicitario siendo insistente en la exhortación a que apoyaran con su voto a las fórmulas de mi Partido, permanecieron callados por unos instantes viéndome fijamente a los ojos, Dios qué mirada de ambos, a través de ella pude percatarme de todo y supe, efectivamente, que su vida, hasta ese momento,  no había sido fácil. “Gracias señor”, replicó el padre, mientras el hijo revisaba minuciosamente el díptico publicitario; “encantados votaríamos por ustedes pero… pues no somos de aquí, vivimos en Tuxpan, pero sepa usted que en nuestra casa siempre apoyamos a este Partido y hemos estado al pendiente del trabajo de Don Alberto”; habiendo agradecido sus palabras me retiré del lugar no sin antes estrechar sus manos. El muchacho me veía fijamente y celosamente sostenía el díptico entre sus manos reflejando una intención futura.

 

Continué mi marcha, y me perdí en las calles aledañas.

 

Habían transcurrido no más de 20 minutos cuando escuche que me gritaban. “¡Felipe… Felipe!”, y detuve de inmediato mi nada lenta marcha; era el muchacho que había dejado con su padre unas cuadras antes; en lo que el señor había acudido al mercado a buscar algunos provisiones él decidió ir a  buscarme. “Me llamo Felipe, me llamo Felipe así como usted” -me dijo con entusiasmo- “y vine a alcanzarlo porque deseo hacerle unas preguntas”. Me dispuse a escucharlo y para estar más cómodos pedí a mis acompañantes que nos sentáramos en la acera y disfrutáramos de una bebida refrescante.

 

Abrió el díptico que aún traía en sus manos y me cuestionó sobre una para mí eterna pregunta de muchos de mis interlocutores: “¿fue usted seminarista?”; sorprendido guarde silencio por unos instantes y viéndole a los ojos le manifesté que ser sacerdote había sido una de mis máximas aspiraciones pero, afortunada o desafortunadamente, la vida me tenía deparados otros caminos; fui insistente en la aceptación de los designios divinos, aunque también le advertí yo había aprendido a vivir un sacerdocio real, que no usaba el púlpito pero que procuraba inducir mi manera de evangelizar de muchas otras formas, y en muchos otros espacios; “el mensaje debe darse -repliqué- en cualquier momento, a cualquier hora, pues en cualquier momento y en cualquier espacio aparece el maestro a quien debes escuchar o el discípulo a quien debes enseñar”.

 

Después de una charla de poco más de diez minutos nos despedimos, en todo momento estuvo interesado en mis reflexiones y su mirada ya no era la misma, me regaló una sonrisa y eso para mí fue más que suficiente, hubo un “gracias” de su parte y un “Dios te bendiga” de la mía. Lo vi alejarse apresuradamente y yo continué mi trabajo.

 

Pasaron las semanas y habiendo ingresado a mi página oficial en internet, cuya dirección aparecía en mis dípticos publicitarios, me envió un mensaje en la sección de “Contacto Ciudadano” donde me pedía visitarme en mi domicilio en Venustiano Carranza; le contesté afirmativamente y fue poco después se Semana Santa en que su Padre lo dejara en la ciudad de Jiquilpan y él solo se traslado hasta mi domicilio. Estaba yo muy atareado con lo del montaje de mi pequeño negocio y él amablemente se ofreció a apoyarme en el aseo del local, el acomodo de estanterías y algunas mercancías.

 

Llegó el momento decisivo, la charla larga y abierta para conocer a fondo aspectos de su personalidad, anhelos, sueños, inquietudes de joven. Tocó el tema central: su deseo de ser sacerdote y la imperiosa oposición familiar que prácticamente había estado truncándolo todo. Pero había más detalles, él quería ser seminarista pero tenía miedo, un temor exacerbado a muchas cosas que fue explicándome poco a poco rompiendo en llanto, un llanto de niño desvalido, de un joven incomprendido, de un muchacho a quien la vida había golpeado mucho, de un ser humano que había sido pisoteado paso a paso, simplemente, como él mismo lo dijo, por ser pobre.

 

“Es que en ratos  no puedo, no puedo más, ingresé al Tecnológico de Guzmán, pero la Ingeniería Electromecánica no me llena, no es lo mío, en mi corazón existe un profundo vacío que mi pasado, que mis sufrimientos lo han hecho cada vez más difícil y…”, calló  y guardó silencio. “¿Tanto has sufrido muchacho?”, le cuestioné, volteó a mirarme y de sus ojos brotaban lágrimas como pocas veces había podido  ver en un ser humano.

 

Y me habló de los detalles; sólo en ciertas películas o series televisivas podía yo haber conocido tales. Hubo uno, que me conmovió como nunca.

 

Un día habiendo terminado su tarea escolar, se recostó a descansar quedándose profundamente dormido, tenía hambre y debía esperar a que su madre le diera su cena. Aquél descanso tendría un fatal despertar, entre su sueño escuchó una voz que le decía: “Levántate hijo, despierta… que vamos a vestir a tu hermano…”, fueron las palabras con que su madre habló a Felipe, un niño indefenso con apenas nueve años de edad, que al despertarse y estirar el brazo izquierdo sintió un cuerpo mojado junto a él y su mano quedó llena de sangre; al abrir bien los ojos se percató de que quien estaba a su lado, era su hermano mayor, de 24 años, que minutos antes había salido en su bicicleta a comprar leche para cenar y había muerto atropellado.

 

Me quedé en silencio, difícilmente podía salirme una palabra, de sus ojos brotaban lágrimas y su gesto de dolor me arrancó el aliento. Lo llevé hasta mi oratorio, apenas si me salían las palabras y le propuse rezáramos juntos el Salmo 23, uno de mis favoritos. Ahí mismo continuaron las historias, y hubo una más que me desgarró el alma y que mucho tenía que ver con su temor de ingresar al Seminario aún cuando era lo que más deseaba y sobre lo que más había estado trabajando los últimos años de su vida.

 

Poco después de la muerte de su hermano, su madre cayó en cama, y como limpiaba la casa de un sacerdote ese día no podía ir, pero como buena cristiana responsable mandó a su hijo menor, sí a Felipe, a que hiciera las labores del día pues lo que ganaría ese día les serviría para comprar algo, había que comer. Y Felipe cumplió; estuvo a buena hora, limpió la casa y esperó que llegara el sacerdote para que le diera su paga; como tardaba decidió esperarlo sentado en el quicio de la puerta que daba a la cocina; ya avanzado el mediodía apareció un seminarista que hacía labores pastorales en la parroquia y habiéndole preguntado qué hacía ahí, Felipe sin saber lo que le esperaba inocentemente respondió que esperaba al Padre para que le pagara pues lo necesitaba para comprar algo y llevarle de comer a su madre que estaba postrada en cama.

 

“Bien”, dijo el seminarista, acercándose a la estufa donde se encontraba la comida recientemente preparada. Sirvió un plato de plástico y viéndolo fijamente se lo arrojó a los pies, rodando la comida por el piso, “toma, ahí tienes, trágate eso, es lo que te has ganado”, asintió la bestia acercándose a él; lo tomó bruscamente del  brazo, sacó de la bolsa de su pantalón una navaja y la acercó a las venas de su muñeca amenazándolo con cortárselas si no comía lo que estaba tirado en el piso. Felipe, con profundo temor, consumió el alimento, después lo sacó de la casa a gritos; “lárgate porque si insistes en quedarte a cobrar el dinero algo peor te puede pasar”. Si sólo era un niño, ¿por qué tratarlo de esa manera?

 

Guarde silencio, sentí un dolor profundo, el dolor de la impotencia, el dolor de ver a un ser humano frente a mí contándome la peor de las historias, la que nunca pensé pudiera vivir una criatura y menos en un ambiente clerical. Pasaron los años y el dichoso seminarista, que afortunadamente nunca llegó a ordenarse como sacerdote, se vio involucrado en delitos contra menores y fue a parar al Reclusorio Federal de Puente Grande a donde Felipe fue llamado para atestiguar sobre la conducta del, en esos momentos, ya profesor de una escuela primaria. “Al cuestionarme sobre mi experiencia, que desde luego había trascendido pues yo mismo le conté a mi madre lo sucedido al llegar a mi casa, no pude menos que perdonarle y viéndolo a los ojos dije a la autoridad judicial que todo había sido… un invento mío”, cuenta Felipe. No obstante, el acusado purgó su condena por los delitos referidos.

 

Pasaron los minutos, las  horas, los días, las semanas, cuatro meses ya desde que Felipe y yo nos reencontramos en mi casa. Ya conocía el trasfondo de sus temores y me di a la tarea de hacerlo recobrar sus sueños, su proyecto de ser sacerdote, y la enorme posibilidad de lograrlo. “Será imposible, las cosas nunca me han salido bien”, decía con voz entrecortada. A base de oración, de un intenso trabajo espiritual, de la disciplina piadosa y del empuje que él mismo supo adoptar inteligentemente, Felipe acudió a una semana vocacional al Seminario Diocesano de Colima a principios del mes de julio pasado.

 

Lo tuve en casa por una semana, fue mucho lo que proyectamos, me acompañó a mis jornadas  matinales de ejercicio, a mis actividades diarias, a misa, compartió con mi familia, con mis amigos más cercanos y el pasado martes 2 de agosto regresó a Tuxpan, tenía que servir a su hermana enferma, “tiene mucha ropa que lavar y debo ayudarle todo el día de mañana” me dijo. Le acompañé a tomar su autobús a Sahuayo y regresó felizmente a su tierra natal. Llevaba su expediente intacto, los documentos necesarios y  fotografías –que agradezco a Don Benjamín Guerrero haber elaborado con prontitud-, grandes ánimos y una actitud muy distinta a la que observé en él aquéllos días de abril de este año en que por vez primera me adentré en su vida.

 

Alguna vez le dije parafraseando a Monseñor Escriba de Balaguer: “Recuerda siempre que si algo nos acerca más a Dios, eso es el sufrimiento, la mancillación, el ultraje, el frío, el calor, la enfermedad, la soledad, el hambre, en sí vivir nuestra Cruz a imitación del Maestro."

 

Felipe tenía prisa por regresar, y con sobrada razón, pues aparte de apoyar a su hermana enferma, le espera vivir la más hermosa experiencia en su vida, su sueño se ha hecho realidad; es el premio a la fe, a la esperanza, a saber dar tanto de sí, a la  humildad y, sobre todo, a creer, a pesar de todo, en un mundo distinto.

 

Ha sido aceptado en el Seminario Diocesano de Colima y este domingo 7 de agosto parte de su casa, en efecto, a su nuevo hogar, donde inicia cursos el lunes 8.

 

Dios te bendiga Felipillo, me has dado una extraordinaria lección de vida. Quienes nos hemos comprometido con tu causa, jamás te dejaremos solo.