[109] DEMOCRACIA, CORRUPCION, ETICA Y NUEVA GESTION PUBLICA
Felipe Díaz Garibay
Semanario “Tribuna” de Sahuayo, Michoacán, México, del domingo 12 de diciembre de 2004 al domingo 9 de enero de 2005.
Parte I
Introducción
De cara a los nuevos tiempos que vivimos, la idea de democracia ha tenido algunas variantes importantes que van de verla en la mera elección popular hasta la profunda connotación de restituir al ciudadano su derecho a intervenir en las decisiones del Estado.
Es en este sentido que surgen los nuevos planteamientos y los debates en torno a cómo habrán de desarrollarse los procedimientos en tiempos en que la nueva gestión pública tiene como objetivo administrar de manera eficiente todo lo concerniente a lo público; es decir, al gasto público, a los proyectos, planes y programas de un gobierno. La gestión pública es una idea referida sobre todo a organización; de ella tenemos una actividad interna de índole económica, ética y técnica, antes de manifestarse como la respuesta gubernamental a demandas sociales o procesos administrativos internos de ahí que la gestión pública, en tal sentido, sea equiparable a la función pública y obligue al servidor público, en quien la comunidad delega la administración de su bien, a estar convencido de que está obligado a cumplir con los principios éticos que la administración de lo público requiere.
Planteamientos van, planteamientos vienen, lo cierto del caso es que cada nación, como lo sostienen algunos autores que han tratado el tema, tiene sus propias condiciones históricas y características peculiares, de ahí, entonces, que cada forma de visualizar al Estado, la democracia, el servicio público y la intensidad de los nuevos mecanismos encaminados a hacer más eficiente el servicio público, deba ajustarse a lo que cada sociedad en específico desea para sí.
La visión actual de la democracia
El análisis de la democracia representa uno de los más concurrentes debates al interior del análisis de la ciencia social, ya que presupone encontrar modelos de gobierno que incluyan un Estado fundado en el consentimiento social que determine y aplique las reglas para la justa convivencia de la sociedad y tenga, como centro de su actividad y como fin último, el bienestar del ciudadano. La respuesta a este dilema precisa de retomar los aspectos prácticos de la democracia pues a ella están inscritas, en definitiva, las concepciones de la política y de las formas de administrar y gobernar; es preciso definir no cómo ha sido descrita en sus tratados sino, fundamentalmente, cómo ésta es asumida por los gobiernos del mundo.
Hablar de ejercicio democrático sano implicará, a partir de esta percepción, la concepción de un “buen gobierno” y, por ende, de una Administración Pública eficiente, eficaz, sin corrupción y ejercida bajo los principios de la ética pública.
La ola democrática de las dos últimas décadas parece haberse detenido y muchos países retroceden al autoritarismo o enfrentan tensiones sociales y económicas cada vez más intensas. En efecto, en teoría el mundo es más democrático que nunca, pero en la práctica la realidad es muy distinta pues gran cantidad de países no lo son con respecto a los derechos humanos, prensa libre, poder judicial independiente y, desde luego, al cuestionable tema electoral.
Hablar de democracia no es hablar simplemente de “elecciones”; muchos creen que por el hecho de participar en elecciones, se vive una plena democracia; están equivocados quienes creen que la democracia se funda exclusivamente en la posibilidad de votar libremente cada cierto tiempo; los alcances del gobierno democrático van mucho mas allá y hoy puede apreciarse, con franca verdad, que la democracia está en crisis, y es que ésta ha sido superada ya por las propias circunstancias; a las cambiantes sociedades modernas les queda corta ya la democracia bajo el esquema en que, tradicionalmente, se nos ha enseñado. En cierta forma, la democracia se ha degenerado a grado tal que ahora está compuesta por una creación mediática de los líderes de la escena política, los que son inventados por el propio marketing como si se tratara de estrellas del mero espectáculo. Se ha olvidado la esencia.
El siglo pasado, convulso por naturaleza y lleno de acomodos y reacomodos, mucho dio que decir sobre la democracia a grado que en los momentos que vivimos los hechos hablan por si mismos y, sin entrar en muchos detalles, la corrupción, politiquería, negación y violaciones de los derechos humanos entre otros males son hoy, parece mentira, en muchas naciones sinónimos de democracia.
En su forma pura y transparente la democracia no es una real posibilidad en estos momentos, la forma en que ha evolucionado no es aceptable, o al menos no para lograr los grandes consensos ciudadanos que son de alguna forma el fin último de un régimen democrático.
Parte II
El mal desempeño público y el desencanto ciudadano, una ética mal entendida
No estaría completa la discusión sobre la nueva gestión pública sin abordar el tema del desencanto ciudadano producto de la mala acción de los gobiernos; y es que un gobierno malo se inicia justo desde el momento de la postulación de candidatos; los malos gobiernos, como lo he referido ya en infinidad de ocasiones, empiezan justo antes de iniciarse y, desde luego, consolidan su ineptitud en el ejercicio; padecen un problema de ética que arrastran desde sus inicios y hasta la conclusión de sus gestiones; para ellos ética es sinónimo de componenda, arreglos entre grupos y corrupción.
Aunque diversos estudios demuestran que la negligencia, la incompetencia y la ineficiencia en la gestión pública cuestan mucho más dinero a los contribuyentes que el enriquecimiento ilícito de los funcionarios o de sus cómplices en el sector privado; en realidad, es claro que las acciones de este segundo tipo son más perjudiciales sobre todo por la carga de desencanto que dejan en el sentir ciudadano. En todo caso, ambas formas suelen estar relacionadas entre sí y las dos constituyen expresiones de corrupción y en el sentido más amplio del término son, todas, vicios o abusos administrativos.
Es claro que la corrupción, incluyendo en ella la ineficiencia en la gestión pública, debilita la legitimidad de las instituciones públicas y contamina la sociedad, la justicia y el orden moral. La lucha contra la corrupción es necesaria para el fortalecimiento de la democracia y la estabilidad económica y social de los países; esta representa ya un problema moral y de ética pública que debe ser enfrentado seriamente por el Estado y la sociedad.
La ética pública presenta una gama muy amplia de temas que son propios de su reflexión, entre varios puedo destacar los siguientes: conflictos de Intereses de funcionarios, empleados y servidores públicos; capacitación e instrucción en ética pública; códigos de conducta para funcionarios, empleados y servidores públicos; interacción entre el gobierno y la empresa privada; auditoria y control interno; participación de la sociedad civil; compras y contrataciones públicas; estrategias, políticas y programas preventivos; la probidad administrativa; los indicadores objetivos de efectividad de los programas. La ética pública no se restringe simplemente a reflexionar y fomentar comportamientos sobre la transparencia en los negocios; es una actividad importantísima, más aún cuando cada día cobra mayor fuerza la acción corruptora y sobre todo en momentos en que se buscan los mejores mecanismos para gobernar y administrar los intereses ciudadanos, para establecer y atender de mejor manera las condiciones del llamado por Juan Jacobo Rousseau “Contrato Social”.
Hacia nuevas formas de gobernar y administrar lo público
El Estado existe para servir a la sociedad y debe buscar su bienestar, no al revés, definiendo el marco legal dentro del cual los individuos, aisladamente o en asociación con quien deseen, puedan perseguir libre y responsablemente sus propios fines y administrando justicia entre los ciudadanos, todos iguales ante la ley, para dirimir los conflictos que en la persecución de estos fines puedan presentarse.
Descendiendo al campo concreto del bienestar, el Estado no debe, en principio, dar al hombre lo que necesita para asegurarse el bienestar, sino darle la seguridad de que por sí mismo puede ganarse el bienestar que necesita, espoleando en él, con los adecuados incentivos, el ímpetu para abrirse camino en la vida, es decir, fomentando la responsabilidad de forjar la propia existencia, generando en el individuo la garra suficiente para afrontar la lucha con vistas a la realidad presente y a las eventualidades del futuro.
Hoy resulta prudente, en lo que toca al Estado, establecer con cierto detalle las condiciones en las cuales funcionaría, o mejor dicho cómo debería funcionar sin olvidar a los menos capaces, un sistema de bienestar social proporcionado por la libre iniciativa de la sociedad en la que se forje un nuevo concepto del bienestar y que, con base en él, surja una Sociedad del Bienestar que, desde luego, requiere la presencia del Estado pero de un Estado mínimo que entra a crear el marco regulador y ejerce simplemente la función subsidiaria haciendo que la sociedad civil asuma el papel que le corresponde pues tiene capacidades para ello, que aunque adormecidas, gracias al exacerbado intervencionismo estatal, siguen latentes y no es imposible despertarlas, regenerarlas y vertebrarlas para que produzcan con toda pujanza los frutos deseables.
Para este despertar de la sociedad frente al Estado, para este rearme de las instituciones civiles es necesario insistir, en toda ocasión, en la inexcusable recuperación de los valores morales individuales y de la convivencia, así como en la responsabilidad que alcanza a todos aquellos que con sus palabras y su ejemplo pueden ayudar a la revitalización de las estructuras espontáneas capaces de evolucionar, prescindiendo de la no deseable actuación gubernamental, los grandes y pequeños problemas del cotidiano vivir a fin de alcanzar aquel nivel de bienestar que es necesario para que el hombre pueda atender, sin agobios materiales, al cultivo de los valores superiores del espíritu que, como ser racional, libre y de naturaleza trascendente, le son exclusivamente propios.
La democracia moderna no puede tener más individuos pasivos, preferidos, desde la óptica de Bobbio, por los gobernantes pues requieren de menor esfuerzo para su control; nada más aberrante que la ignorancia humana que hace más que no entender las realidades, soportar tanta desigualdad y tanta injusticia. Los ignorantes, por “aras del destino” son la carne de cañón de los “hábiles gobiernos” de nuestros días, que “sabedores de todo” son “expertos en nada”, que bien han sabido negar la posibilidad de la incursión ciudadana en los quehaceres de lo eminentemente público, la que es ya impostergable pues ella es ya una exigencia en los procesos de administración de lo público y elemento fundamental para que la ciudadanía influya en los procesos de gobierno que el Estado desarrolla.
Parte III y última
La nueva gestión pública y la participación ciudadana
La democracia se fortalece en la confianza que logra obtener del ciudadano por las acciones de un buen gobierno; pero y ¿en qué consiste éste? “Buen gobierno”, es aquél que se ocupa de suscitar las condiciones necesarias para un gobierno ordenado y una acción colectiva.
El concepto, en sí, apunta a la creación de una estructura o un orden que no se puede imponer desde el exterior, sino que es el resultado de la interacción de una multiplicidad de agentes dotados de autoridad y que influyen unos en otros; pero preciso es aclarar que “buen gobierno” no es referible exclusivamente a los resultados de aspectos eminentemente económicos; su sentido es más profundo.
El fortalecimiento de la democracia a través del buen gobierno contribuye al desarrollo humano sostenible, al garantizar un régimen político basado fundamentalmente en el ejercicio de los derechos ciudadanos.
Los ciudadanos deben gozar del ejercicio pleno de sus deberes y derechos, que incluyen una protección cierta de los derechos políticos individuales.
Los ciudadanos deben participar decididamente en las decisiones de gobierno y tener amplia injerencia en el diseño y ejecución de las políticas públicas; deben ampliarse los canales de organización social y política de la ciudadanía y eliminar las desigualdades en la participación ciudadana.
La crítica al Estado centralista y centralizado se hace desde dos puntos de vista: se señala que se revela como infuncional para resolver demandas de los servicios públicos y como antidemocrático, incapaz de promover la participación ciudadana primero porque aleja los centros de decisión de los ciudadanos; segundo, porque la centralización cuestiona y pone en crisis a las asambleas representativas incapaces de seguir la acción de los órganos ejecutivos; las organizaciones sociales y los movimientos populares no encuentran en estas condiciones interlocutores políticos asequibles y con poder de decisión real.
Es así que la participación ciudadana es un elemento fundamental para el fortalecimiento de la democracia y el sistema democrático representativo; se trata sobre todo de construir un ciudadano activo y por lo tanto hacer de él un nuevo sujeto político; ella viene a constituir el conjunto de técnicas que permiten la intervención de los ciudadanos en la organización o en la actividad de la Administración Pública, sin integrarse en las estructuras burocráticas y apartándose de las técnicas tradicionales de colaboración de los particulares con la Administración Pública (concesionarios, etc.).
Es así que el que participa no se convierte, por supuesto, en funcionario, ni tampoco en un colaborador benévolo o interesado. El que participa actúa como ciudadano preocupado por el interés general, y no como interesado personal y directo; el contenido de su acción no es económico, sino político. En este contexto, el que participa no se convierte en empleado público y su actitud no debe interpretarse como un favor a la sociedad ya que es deber y derecho ciudadano el tomar parte de las decisiones de orden público más allá del simple acto de votar en elecciones periódicas.
El proceso de gestión gubernamental a través de políticas públicas fortalecen la democracia, le dan vigencia, otorgan gobernabilidad y, fundamentalmente, se traduce en buen gobierno; por ello los servidores públicos deben tener presente que la participación ciudadana es factor de modernización de la gestión pública, forma parte del cambio que se busca alcanzar en el modo de relación de las personas con el Estado, desde una cultura de súbditos hacia una cultura de ciudadanos titulares de derechos.
La participación ciudadana se relaciona con el mejoramiento de la eficiencia del sector público a través del rediseño de las instituciones públicas en función de los ciudadanos usuarios de los servicios que ellas prestan.
La participación ciudadana no altera en nada la representación política de quien detenta el poder público, ésta más bien supone su existencia. Quien detenta el poder público debe hacerse cargo de la integración de las demandas sociales para que sus actos estén basados en el consenso y que éstos sean de autoridad.
El consenso es de suma importancia para la efectividad de las políticas públicas que deben ir más allá de un período de gobierno y convertirse en verdaderas políticas de Estado.
La democracia y su sistema representativo, encuentra en la participación un elemento clave para su fortalecimiento por las oportunidades que la misma ofrece, ya que ésta legitima la labor estatal, maximiza recursos a la hora de la ejecución de proyectos sociales cuando los ejecutores de los mismos son sus beneficiarios, genera confianza en la ciudadanía y combate la apatía política, lo que es muy sano dado que los gobiernos tienen buen cuidado en sus acciones cuando saben del interés ciudadano en sus tareas.
Conclusiones
La participación ciudadana surge como elemento fundamental para el fortalecimiento de la democracia y el sistema democrático representativo; se trata de construir una ciudadanía activa y por lo tanto propiciar la emergencia del ciudadano como nuevo sujeto político inserto en los nuevos procesos de gestión pública.
Los procesos participativos de la ciudadanía cambian por completo las viejas nociones de lo público en tanto se trata de restituir a la sociedad su facultad de intervenir directamente en los procesos de gobierno lo que trae consigo, en esencia, una gestión cada vez más pública y de cara a la sociedad.
Los procesos participativos tienen aspectos sumamente positivos tanto para la ciudadanía como para los gobiernos y orientan de manera distinta las acciones de ambos; son la mejor forma de que el ciudadano influya en los procesos de gobierno que el Estado desarrolla obteniendo ambos –Estado y ciudadano- beneficios.
La intervención ciudadana beneficia no sólo a los conglomerados sociales, no sólo a la ciudadanía, pues constituye un proceso corresponsable que permite encauzar la acción gubernamental por cauces adecuados fincados en los márgenes establecidos por el “buen gobierno” haciendo de la gestión pública, una actividad renovada capaz de responder a las más sentidas expectativas de las sociedades de nuestro tiempo.♦